martes, 11 de mayo de 2010

El supermercado


¡Me gusta ir al supermercado! Parapetada detrás de un carrito, que se empeña en seguir un rumbo diferente al mío, me aventuro por pasillos atestados de coloridos productos en un ejercicio que combina estrategias de abastecimiento y de economía familiar. Cada supermercado nos impone un itinerario diferente que llegamos a conocer con el tiempo. En algunos empezamos por los lácteos para terminar con la fruta y en otros por las golosinas hasta llegar a las harinas.
Todo transcurre de acuerdo con lo previsto hasta el día en que no tenemos un minuto que perder y estamos con la lengua fuera de tanto jaleo. Ese día resulta que han cambiado todo de sitio: el agua está donde antes estaban los tintes de pelo y el queso ocupa la parte izquierda de la antigua pescadería. Supongo que, del mismo modo que colocan los productos más baratos en los estantes inferiores, será una estrategia maquiavélica para vender más al colocar cosas superfluas en los sitios donde antes teníamos productos imprescindibles de primera necesidad.
Después de varios paseos por el establecimiento, de un lado a otro buscando algo que no vimos en la primera pasada, llegamos por fin a la zona de salida. Estamos ante el momento más interesante desde el punto de vista psicológico de la experiencia. Divisamos largas filas de clientes cargados hasta las cejas esperando delante de las distintas cajas. Estudiamos con atención el panorama aplicando la siguiente fórmula matemática:

número de orden en la fila + número de items en el carro = tiempo que tardaremos en salir del supermercado

tomamos una dudosa decisión y siempre terminamos en la cola que se atasca porque se termina la cinta, la tarjeta del cliente anterior no pasa por el lector o la empleada termina su turno y hay que esperar a que la releve la siguiente. En esos momentos de impaciencia me dedico a calcular mentalmente a cuánto se elevará mi cuenta o trato de aprender algo de la vida de los otros clientes a través de los productos que llevan en sus carros. Observo si tienen niños, si son solteros, si les va eso de comer sano, si son estudiantes, si están enamorados tratando de agradar a su pareja con exquisiteces o si se trata de algún sibarita recalcitrante.
Mis productos se empizan a mover y coloco el separador para que la siguiente clienta pueda poner su compra. Trato de abrir las bolsas de plástico que la empleada ha tirado sobre el mostrador y mientras lo intento se van acumulando botellas, lechugas, limpiacristales, yogures... en un atasco descomunal que me hace sudar de impotencia. Empiezo a tirar las cosas en el carro por miedo a ser atropellada por la enfurecida multitud y, tras mostrar mi carnet de identidad y tarjeta de crédito, garabateo la firma de cuando tenía diez años en un lector electrónico.
Sudorosa, despeinada y con la mente chamuscada de tanta operación matemática cargo la maleta del coche y conecto la radio. ¡Definitivamente me gustan los supermercados!

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